Danza de números

Esta confirmado, el dieciocho es mi número de la mala suerte.
No es el tres, esquivo y frió y que solo en algunas ocasiones  me acerca a esas escasas alegrías a la hora de terminar la jornada laboral.

Tampoco es el siete, ese número “aguafiestas”, el del despertador, el del sonido chirriante por las mañanas frías y húmedas, apocalíptico, celestial para los adoradores del Mesías, demoníaco para algunos otros mortales.

Mucho menos es el diez, aunque lo veo con algo de cariño, número mágico de mitad de jornada, hora de café y descanso, de merienda para algunos de almuerzo para otros. Tampoco le guardo ninguna rara manía al cinco, ningún afecto especial, solo es el número del recuerdo, el de la niñez, de la taza de leche con chocolate y tostadas con mermelada cacera. El número de la hora de los dibujos animados en  aquel aparatoso televisor en blanco y negro que emitía más rayas que imágenes.

El dieciocho es mi número fatídico, decididamente deplorable. Las dos cifras se unieron azarosamente cuando aquellas dichosas bolas malditas escogieron la terminación de mi documento entre cientos, miles, millares. Y fui llamado a filas, al último año del servicio militar obligatorio.

Dieciocho fueron las veces que caí de la bicicleta, por que las conté y las memorice, antes de aprender a manejar el dichoso bípedo neumático sin ruedines auxiliares. 

Dieciocho estrellas aprendí a contar de pequeño no logrando recordar que número continuaba, hasta allí llegaba mi memoria infantil de pez.  Marcaba una a una con mi dedo las bolas de gas distantes en el universo, en esas sofocantes noches de verano tumbado bajo el firmamento. Pero luego despertaba con escalofríos  al soñar que unas ampollas malditas nacían en las puntas de mis dedos. Cuentos que las abuelas juraban que sucedían si señalabas los astros con las puntas de los dedos y otras más macabras aún que ya casi ni recuerdo.

Me podría entusiasmar el ocho, sinónimo de infinidad, líneas que se entrelazan en una hipérbole perpetua, alegria que se dibuja en mi rostro cuando lo observo los sábados por la mañana, mustio en el despertador, dormido, sabedor de que allí se quedara olvidado y sin prisas hasta la fatídica mañana del lunes.

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